jueves, 11 de noviembre de 2010

UNA VIDA SIN REGLAS


“Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”. Efesios 2:8-10


A comienzos de 2001, una banda de siete convictos escapó de una cárcel en Texas y llenaron de terror a incontables ciudadanos del suroeste del país, hasta que uno se suicidó, y otros fueron capturados o murieron en un sitio policiaco en el estado de Colorado. Los prófugos, que cumplían sentencias por crímenes serios, habían robado armas y dinero y asesinado a un policía poco después de la fuga. La conclusión de su descabellada aventura apoya la máxima de que el crimen no paga, pero ¿por qué hay tantas personas que insisten en vivir fuera de las reglas?
La conducta que coloca a un porcentaje de los habitantes de cada país tras las rejas generalmente transgrede principios más o menos universales. Robar, mentir y herir, atentar contra la integridad de otras personas o sus posesiones. Abusar de un menor o un ser más débil no es aceptable en ninguna sociedad. Pero no hay que ser muy perspicaz para descubrir tendencias destructivas y egoístas en todos nosotros. Quizá no hurtemos, pero envidiamos; no matamos, pero odiamos o al menos despreciamos.
Las reglas son necesarias para fijar límites a conductas antisociales, pero tienen sus propias limitaciones. Las reglas no cambian los motivos. Las reglas pueden tornarse en barreras que nos dividen al definir lo que somos. Llegamos a creer que porque seguimos cierta conducta o usamos ciertas frases, somos superiores o al menos diferentes a los demás.
¿Pero qué sucede dentro de nosotros? Sólo cuando se torna en escándalo es que percibimos la capacidad del ser humano para enfrascarse en conductas destructivas. Está aquel que hurta material gastable de su oficina porque piensa que le pagan muy poco. Un líder religioso que se involucra sexualmente con la persona que viene en busca de consejo.
Si únicamente destacamos reglas, puede que vivamos tras una fachada de moralidad y corrección, pero siendo atraídos como un imán por la impureza y los placeres egoístas. Gracias a Dios que nuestra situación ha sido diagnosticada y solucionada por Jesucristo. El remedio de Dios para nuestra perversidad natural es su gracia: su amor por nosotros que no merecemos y que fue demostrado y ofrecido para siempre en el Calvario.
Meditemos en lo siguiente: Pidamos a Dios que nos perdone y transforme con su Espíritu. Ser salvos por gracia no nos da derecho a violar su Santa Ley, ya que si la obedecemos no incurriremos en violaciones que perjudiquen a nosotros mismos y a los demás. Por eso Jesús dijo: “Si me amáis guardad mis mandamientos” (Juan 14:15; 21).

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