miércoles, 31 de agosto de 2011

Lo escarnecían

Y pusieron sobre su cabeza una corona tejida de espinas, y una caña en su mano derecha; e hincando la rodilla delante de él, le escarnecían, diciendo: ¡Salve, Rey de los judíos! Mateo 27:29.

Uno de los más bellos discursos que escuché fue pronunciado por quien fuera presidente de la Rep. del Perú, Fernando Belaúnde Terry. Al des¬cender del avión, retornando de Punta del Este después de una reunión de presidentes en la que había sido ovacionando de pie, pronunció las siguien¬tes palabras: "¿Qué me aplaudes, pueblo peruano, si fui a Punta del Este porque tú me enviaste? ¿Y qué laureles me alcanzas, si tú te los ganaste?" ¡Extraordinario! ¡Una joya del discurso! Expresa el valor de una corona de laureles: los seres humanos la buscan desesperadamente porque simboliza éxito, prosperidad y victoria.
Pero, Jesús vino a este mundo a recibir una corona de espinas, que sim¬boliza dolor, sufrimiento y vergüenza. Y lo importante es que, al dejar sus mansiones celestiales y descender a este mundo manchado por el pecado, Jesús sabía a lo que estaba viniendo; sabía lo que le esperaba. Y así mismo, vino.
Desde su niñez, el Salvador del mundo sabía que el camino por recorrer estaba alfombrado de lágrimas y aflicciones; a fin de cuentas, eso es lo que el pecado había introducido en este mundo. ¿Cómo librarnos de las espinas, sin sorber el amargo vaso del dolor?
Aquel día, el universo temblaba en todos sus rincones. Los verdugos se arrodillaban, con sarcasmo, delante de Jesús y lo llamaban rey. Mal sabían ellos que, un día, se volverán a arrodillar; no más para burlarse de él, sino para clamar a las rocas y a los montes que caigan encima de ellos y los ocul¬ten de la presencia de aquel que un día despreciaron.
Hoy es el día: o te arrodillas hoy con santo temor y cuando él vuelva te levantas, alegre, para recibirlo, o te levantas hoy para burlarte y te arrodillas, en el día final, para reconocer su señorío.
Nadie puede huir; ningún argumento sirve para postergar la decisión. El Maestro está a la puerta del corazón y llama. Hoy es el día de buena nue¬va: entrégale el corazón mientras eres joven, mientras puedes andar con tus propios pies. Él está allí, con los brazos abiertos, esperándote. No te olvides: "Y pusieron sobre su cabeza una corona tejida de espinas, y una caña en su mano derecha; e hincando la rodilla delante de él, le escarnecían, diciendo: ¡Salve, Rey de los judíos!"

martes, 30 de agosto de 2011

Responsabilidad personal

El alma que pecare, esa morirá; el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él. Ezequiel 18:20.

Iba por el mundo, de ciudad en ciudad, cargando el peso de la culpa, bus¬cando aire puro para su corazón manchado de angustia; de hotel en hotel, peregrino de la vida, ¿o de la muerte? Ni él mismo sabía lo que pasaba en la maraña de sus pensamientos. Tenía dinero, pero de nada le servía. Dinero sucio, robado del sudor del pueblo; dinero que le compraba cosas, pero que no lo hacía feliz. Hasta que, un día, lo aprendieron y lo llevaron de vuelta a su país.
-Pude seguir huyendo, pero no lo hice; creo que en el fondo quería estar preso. Estaba cansado de andar sin rumbo -me dijo cuando hablé con él.
Había leído un libro escrito por mí, y me pidió que lo visitara. Era famo¬so. Su caso había tenido mucha repercusión en la política nacional. Cuando lo vi, no era ni la sombra del hombre poderoso que yo había conocido a través de los medios de comunicación. Estaba ahí, sentado frente a mí, con el cabello y la barba de muchos días, ojos sin brillo; triste y dispuesto a abrirle el corazón a un consejero espiritual.
-No me arrepiento -continuó- Mis padres fueron pobres. La sociedad injusta los había condenado a una vida de miseria y, desde niño, me propuse que, para mí, la vida sería distinta. La sociedad es la culpable, ¿y yo debo pagar por eso?
Pero el versículo de hoy dice lo contrario. El único responsable por lo que me ocurre soy yo. No puedo echarle la culpa a nadie. Es posible que viva en una sociedad injusta, que la educación que recibí de niño haya sido desfavo¬rable; puede ser, incluso, que la vida haya sido cruel, pero el lugar donde se deciden las actitudes es el tribunal de la conciencia de mi corazón. No puedo huir de mi responsabilidad personal.
Vivir es decidir. Todos los días, a cada momento; desde que te levantas hasta que te acuestas. No puedes huir de esa realidad.
Parte hoy con Jesús para enfrentar tus responsabilidades. Pídele que te ayude a tomar decisiones sabias porque, un día, "el alma que pecare, esa mori¬rá; el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él".

jueves, 18 de agosto de 2011

Compasión divina

Y saliendo Jesús, vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos, y sanó a los que de ellos estaban enfermos. Mateo 14:14.

¿Alguna ves te has preguntado cómo el Señor Jesús podría entender tu sufrimiento humano, si él es un ser divino? El texto de hoy habla de la compasión divina. Jesús se compadeció de la multitud aquella mañana, en Capernaum, y se compadece también de ti, hoy. Pero, esa compasión no es pena. Jesús no siente pena de ti: la "compasión" mencionada aquí es, más bien, empatia; la capacidad de entender el drama del ser humano. La pala¬bra, en el original griego, es splagnizotnai, que literalmente significa "mover el contenido de una olla". Esto es, los sentimientos de Jesús fueron movidos como por un remolino, al observar el dolor de los hombres.
Jesús tiene la capacidad de entender tu dolor, porque un día se hizo hombre. No se disfrazó de ser humano: se volvió semejante a nosotros. Cargó, en su cuerpo, la naturaleza física deteriorada por cuatro mil años de pecado; sintió dolor, hambre, frío, sed y calor. Fue rechazado, traicionado, despre¬ciado y, al fin, muerto injustamente. ¿Por qué no podría, entonces, entender el dolor que sientes en este momento, porque alguien te traicionó? ¿Por qué piensas que se mantendría indiferente al sufrimiento que se apodera de tu corazón cada vez que te menosprecian?
Me emociono cada vez que pienso en el amor maravilloso de Jesús por mí. Nada soy; nada merezco. Y, sin embargo, él es capaz de entender las acri¬tudes de mi corazón, y de extenderme la mano cada vez que me siento solo.
El problema es que, a fin de estar seguro de su amor, incluso en las horas de tristeza, necesitas conocerlo. Y no es posible conocer a alguien con quien no convives. ¡Convivir con Jesús! Esa es la clave de una vida feliz, aun en medio de las tormentas.
¿Cómo se convive con Jesús? Separando todos los días tiempo para me¬ditar en su amor, como lo estás haciendo hoy. Ora, lee la Biblia, gasta tiempo meditando en su vida y en su amor. Y, al terminar esos momentos a solas con Jesús, verás que, aunque tu cielo parezca oscuro, el Señor colocará en tu corazón una fuerza capaz de andar por encima del mar, o de pisar las espinas que encuentres en tu camino.
Haz de este un día de confianza en Jesús. Deposita sobre sus hombros las tristezas de tu corazón, no tus responsabilidades. Después de haberlo hecho, parte para enfrentar los desafíos de un nuevo día, recordando que, un día, "saliendo Jesús, vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos, y sanó a los que de ellos estaban enfermos".